Un sueño de luz negra

En un gran pueblo blanco crecido entre leves colinas crecientes de un verdor húmedo que, ayudaba a resaltar la blancura de las casas coronadas por las rojizas tejas empapadas de las diarias lágrimas del alba.

Una de sus calles, no muy ancha ni muy estrecha, adoquinada de grises e irregulares pardos, desembocaba en una acogedora plaza de talla rectangular. Estaba presidida por un edificio de arcos y ladrillos de buena presencia, pero desgastados por las lluvias incontables que habían recorrido su superficie. La plaza se encontraba en una de las estribaciones de las numerosas colinas por las que el pueblo trepaba en un intento continuo y fatigoso de buscar los últimos rayos del sol de las tardes otoñales, que huían de la hondonada, fría y húmeda, en el ocaso.

A la plaza, llegaron tranquilos como las gotas de rocío que esperan llegar al torrente que las une, Airwel y Eiren. Dos primos de vieja historia y lejano tiempo. Sus pasos callaban el habla de los adoquines y hacían susurrar las flores de los geranios y de las gitanillas que colgaban de las ventanas sin rejas. Miradas aparecían tras sus pétalos de viva rojez y a través de las pequeñas fisuras de las puertas pesadas de decrépita madera ojos y oídos nuevos llegaban, para acechar y se quedaban, para esperar.

En aquella plaza limitada por altas paredes de cal, salvo una, la de ladrillo. En aquella plaza de miradas escondidas donde lo verde se alejaba. Bajo el pórtico curvado de los arcos de ladrillo y almizcle, un grupo de perdidos sin barba, de notable nula acción mental y de cuerpos de escasa fibra escarmentada, cantaban. Cantaban a un sol que no les llegaba, a una luz que no les iluminaba y a un fuego  que no les calentaba. El frío les atravesaba entre sus camisas raídas y deshilachadas. Su abnegada confusión mental se obstruía en su propia confusión, yendo de nada a nada. Y como nada, cantaban a la muerte glorificada en nada, sin letra, sin ruido, sin ritmo ni música de vida en sus entrañas rocosas de pútrida asfixia. Levantando sus brazos de cadenas y encadenados, de hierros y de huesos aún vestidos de carroña humana.

Airwel y Eiren pasaron junto a ellos, con la cabeza alta como las torres del alba, alzando sus rojos corazones empuñados como valerosas cimas de montañas que resisten contra la inclemente tempestad del tiempo que condena. Sus puños iluminaron las caras fantasmales y sombrías de violencia re-aprendida, y se retorcieron en sus carcasas de forma humana, y sus huesos crujieron. Muchos ojos se escondieron precipitando en unas miradas escondidas, temerosas y  vacías. Llenos de sombras y maldiciones. Sin embargo, dos de ellos miraron los altos puños. La profundidad de una marchita mirada que se acongojaba por ver algo que solo soñaban con entender, pero que si solo hubieran querido habrían podido comprender. Y ser, ser lo que jamás habían sido, recobrar la vida que les fue arrebatada a base de miedos y de aceros. Sus ojos resplandecieron en la profundidad de de la oscuridad de su mirada, unos ojos vidriosos y cristalinos que se repudiaron a sí mismos y, que desearon cantar a la vida, a lo bello y a lo justo ante la fulgurante luz de los dos puños, que eran miles y uno solo. Una vida que intentó escapar de su ausencia, pero que volvió a derrumbarse por no poder escapar del cuerpo al que estaba atada. Tal fue la esperanza de sus corazones que el grupúsculo flaqueó y se inmovilizó como piedras atemperadas y levantadas de gritos de silencio. Una esperanza que escapó por sus ojos y que atisbó a tocar los degradados corazones de una efímera vida consciente. Los geranios florecieron brevemente y   las gitanillas inundaron con su aroma el aliento. Luego, todo fue silencio y sombra de nuevo, pero la esperanza de lograr escapar de si mismos,  permaneció indisoluble.

Eiren y Airwel prosiguieron por una empinada cuesta en una calle que se estrechaba hasta convertirse en un callejón de profundos ecos y de casas más pequeñas y más viejas. Esta calleja salía sobre la colina donde el pueblo terminaba y donde los ordenados y bien dispuestos adoquines dejaron paso a dispares, danzantes y casi caóticas hierbas de verde doloroso.

Sobre la cima, un hombre de siniestra figura por la humildad que desataba, los esperaba, sin decir nada. Siguiéndolos, con una mirada que conservaba una juventud que en su rostro ya se había desvanecido por la fuerza. Los tres se encontraron con la vista, y sin decir nada él les indicó el camino. Un camino de final cercano, una zanja llena, hasta rebozar, de afiladas y frondosas zarzas. Por ellas pasaron, enterrados, pero deslizándose como una tenue brisa que pasa a través de las arenas de las dunas. Tras las zarzas, una puerta invisible, un pasillo oscuro y la casa de Airwel. El pasadizo fue oscuro, estrecho y cálido como un aliento desbordado de primavera y desembocaba en una amplia sala de luces puras y paredes claras. Cuando entraron, el camino por el que habían llegado no existía.

En la sala había una gran mesa de madera oscura y robusta, con un cerco de cómodas sillas y cuatro personas del mismo río, que sentadas esperaban entre charlas inaudibles. Tras la mesa la pared se convertía en una cascada de cristal finamente transparente. Al otro lado, bajo el verde resplandor de la sierra, que precipitaba desde un cielo repleto de celestes y, sobre una suave colina, tras un barranco y bajo una pared de piedras y formas, una mujer. Una mujer de arrugas trabajadas y de mirada de gigante mar abismal de extensión infinita y saber incomprensible. Vestía del iluminado negro del carbón y la sonriente oscuridad de la noche, clara y bella. Su cabeza cubierta por un desgastado pañuelo negro de humos y pensamientos. La mujer trabajaba con las zarzamoras cogiendo racimos enormes de más grandes moras y, uno tras otro, los rompía contra las rocas, amargamente. Unas piedras que quedaban salpicadas de rojos, rosas, negros y morados. Mientras que el racimo, golpeado y aplastado, se secaba y endurecía sin perder forma, ni talla, ni compostura. A su lado un árbol de retorcida corteza azulada desplegaba un torbellino de ramas esbeltas y esperanzadas que, terminaban en hojas platinas esmeraldas. Tras este, unos ramajes secos de cortezas perladas y diamantinas de, arena y mármol.

Entre silencios y voces infatigables, una comida de papas fritas decorada de efervescente y cobriza salsa y anchoas burlonas decoró las bocas de los seis comensales.

Llamaron a la puerta. El timbre de ecos resonaba y retumbaba de silencios en la mesa. Nadie quería saber quién llamaba, tras las escaleras que bajaban al único ruido que nadie quería escuchar.

En la alta y luminosa sala, los platos callaban y las gargantas se secaban ahogadas por el silencio expectante. El maldito timbre. Las negras pupilas se acongojaban y crecían imperiosas para ocultarse en el vacío de las palabras. Los latidos de los corazones parecían retumbar decididos en la doble puerta que conducía al rellano donde nacía la escalera, que llevaba al maldito timbre, al maldito que llamaba. Una escalera que subía a la que todos ignoraban y otra que bajaba, a la que esperaban. Y parecía que cada vez bajaba más y más, hasta abalanzarse contra un vacío infinito de sombras y tinieblas sin rostros.

Ceso el timbre, ceso el ruido. Nadie respiraba. Todo cayó en una nada de silencios.

Una traición, una delación, una sospecha. ¿Traiciona el que siempre ha sido traidor? En la sombra, algo se movía. Unos pasos. Un acecho. Unos pasos lentos, fríos, secos, muertos. Un cerrojo. Un golpe seco. Unos pasos rítmicos y cautivos. Silencio en la sala, los corazones quieren escapar. Las miradas están determinadas. Un nuevo aliento pútrido y una mirada vigilando a través de los muros. Terrible, perforante  y más helada que la más fría mirada de unos ojos sin vida y sin brillo.

Todos sabían que ya no tenían salida, que él ya había llegado. Todavía sin cara, sin rostro sin cuerpo ni figura. Pero, él, sin nombre, desconocido y conocido, ya estaba allí. A un solo paso, a una sola respiración más, al siguiente latido de corazón él aparecería ante los ojos de los sentados. En un solo instante más, todas las miradas se encontrarían. La oscuridad que había entrado sería por fin revelada ante los ojos de plena luz de lunas y estrellas y soles.

El aire tenso se hizo de frío acero, los corazones reposaban tranquilos tratando de que el siguiente latido llegase más tarde o no llegase jamás. Esperaban el trágico final. Miraban a la entrada, que se consumía en las negras pupilas, ensombrecidas por una espera lenta y sangrienta. La bestia iba a tomar forma, era inevitable, delante de sus ojos, en frente de sus vidas.

Finalmente, allí estaba, de chaqueta clara y corbata roja, el abogado de los cobres y las lenguas de negrura turbulentas, con un blanco papel de ardientes letras entre sus manos; una factura de la luz de 6000 euros.

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