Cuerpo

Mis brazos, mis manos, mis garras,
mis labios, mi boca, mis dientes.
Mis ojos, mis pupilas, mis lágrimas,
mis oídos, mi pecho, mis fiebres.
No tienen vida, son partes de nadas
que arrastran al ser que no siente
más cólera que rabias de amapolas
sostenidas sobre la dura frente
de rocas, espinas o nadas.

Cavo con la carne sin piel la tierra
y solo hay tierra bajo ella.
Perforo con las garras la lenta roca
que cae violenta sobre mi piel porosa
y tras ella, solo hay roca.

Mis brazos, mis manos, mis garras
caen rotos como invisibles estrellas
muertas, cuyas luces siguen siendo claras.
Precipitan en ríos sedientos que elevan
un sutil recuerdo en un sueño fugaz
de haber encontrado algo tras la nada,
y siguen horadando ya sin fuerza,
ni forma, ni esencia, ni labranza.
La tierra, la roca, la nada.

Muerdo con los labios nuevos las espinas
viejas de aceros o de zarzas aún vivas
en el desierto de mi boca.
Excavo con mis dientes blancos entre las nubes,
rompo, consumo y bebo de mi sed
eterna entre calavera y amapola.

Mis labios, mi boca, mis dientes
se derrumban secos y sedientos
de masticar y besar pétalos ausentes
de recuerdos alegres y polvorientos.
Socavan la tierra y profanan la primavera
de nuevas flores a viejas estacas,
van siendo selladas en la tierra,
inmemoriales las historias y las risas
tras la lágrima colosal que las riega.

Talo montañas con los ojos buscando
más que granito desgarrado.
Lavo con mis lágrimas las lavas
que laten rugidos de cobres y platas
y solo encuentro llamas.

Mis ojos, mis pupilas, mis lágrimas
son hondos desiertos de arena
que jamás dejan de buscar semillas
que puedan convertirlos en selva.
Arrancaré los muros fortificados
hasta engullirlos en mis oscuras pupilas
extinguidas en el crepúsculo raído
del torrente de las lágrimas
calladas de mi garganta.

No cabe más silencio en mi pecho
buscador del aliento de aquel barranco,
de no sé qué recuerdo.
Abrasan las llamas de la fiera
atronando en la garganta que la encarcela,
aullándole a la luna de sus versos.

Mis oídos, mi pecho, mis fiebres
se levantan del céfiro susurrante
del ocaso y aclaman a suertes
los golpes del latido aberrante
de mi silencio. Con el abrazaré
los huesos bajo las encinas
hasta que mis huesos me disparen
el polvo de las secas riveras
y de las muertas cimas de mi habla.

Mis brazos, mis manos, mis garras,
mis labios, mi boca, mis dientes.
Mis ojos, mis pupilas, mis lágrimas,
mis oídos, mi pecho, mis fiebres.
No son nada más que las tierras
que los levantan y acuestan tristes
al descubrir que no hay lunas
tras las arenas del último jinete
que viste de desnudo y plata

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