
Abrí las grandes puertas blancas
aquella tarde de verano
y un camino por ellas se perdía:
Eran las estancias de piedra,
pero sus pilares eran árboles
y en sus ramas, las estrellas
bailaban las canciones
que otras voces cantaban.
Y eran los ríos, el llanto
de la memoria de otros soles
de aquellos otros días de canto
y de muerte bajo los dos Árboles,
cuando sus luces se apagaban.
Y eran el cielo y la tierra,
dibujos en un lienzo
y también la oscuridad lo era,
repleta de aquel infierno
contra el que los pueblos luchaban.
Eran los campos, el hogar
de la espada y el guerrero
que luchaba contra la sombra,
dueña de la llama y del acero
a los que sus mentiras invocaban.
Abrí las blancas puertas
y la luna tan solo era una flor
y el sol solo era un fruto del árbol
de aquellas lejanas tierras.
Y era el rey, un usurpador,
un señor de la muerte y de la guerra,
dueño del metal y de la traición
y era su mano de hierro fiera
y por toda la tierra se extendía
y por toda la tierra contra ella se levantaban.
Abrí las blancas puertas
y decidí dejarlas abiertas
para que un día estel entrara
y sacudiese también estas tierras.
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